No tengo sueño… tengo sueños,
sueños por cumplir,
tal vez por eso no consigo quedarme dormida.
Voy a intentarlo… cumplirlos, digo.
Bueno… y dormir también.
No tengo sueño… tengo sueños,
sueños por cumplir,
tal vez por eso no consigo quedarme dormida.
Voy a intentarlo… cumplirlos, digo.
Bueno… y dormir también.
Nunca habían reparado el uno en el otro, y eso que vivían en la misma calle y sus balcones estaban a la misma altura.
El primer día ella salió a aplaudir, él tan solo se acercó un momento a ver que pasaba y se metió de nuevo en casa tras cerrar la puerta del balcón.
El segundo día, puntual a la cita, ella volvió a aplaudir con entusiasmo. Él también se asomó cuando escuchó a sus vecinos, esta vez tampoco aplaudió pero sí se fijo en ella…
El tercer día sus miradas se cruzaron y la sonrisa voló de uno a otro balcón. La de ella invitándole a sumarse a los aplausos… y lo consiguió.
El cuarto día él ya estaba asomado a la terraza a la hora de siempre, ella se retrasó. Él le señaló el reloj con el ceño fruncido y sonrisa burlona, ella se encogió de hombros y mientras aplaudía le gritó: “¡es que estaba vigilando el horno!”
El quinto día llovió a mares… y ellos se saludaron detrás de los cristales.
El sexto día se citaron en el balcón casi media hora antes de los aplausos. Ella estrenaba vestido y girando sobre si misma le pidió opinión, él levantó varias veces el pulgar y ella le hizo una graciosa reverencia.
El séptimo día dejaron de llamarse “vecinos” y se presentaron formalmente: “soy Jorge”, “yo María”
El octavo día sólo ella salió a aplaudir. Al día siguiente tampoco apareció… ni al siguiente, y empezó a preocuparse.
El undécimo día suspiró aliviada cuando lo vio entrando en el portal a medianoche, pero no se atrevió a llamar su atención, era muy tarde para gritar su nombre.
Al día siguiente estuvo toda la mañana pendiente, le hizo gestos para que se asomara, le preguntó pulgar en alto si estaba bien. Él sonrió, también levantó el pulgar y después le mostró el móvil. Ella entró en casa a buscar el suyo y fue marcando uno a uno los números que él le señalaba con los dedos de la mano.
_ “Hola María, me han cambiado el turno en el hospital por eso no he salido a aplaudir, a esas horas estoy currando”
Con el paso de los días se multiplicaron las llamadas, se contaron la vida, se rieron mucho y se hicieron imprescindibles el uno para el otro.
Ahora sólo aguardan el día en que por fin los abrazos vuelvan a estar permitidos, para poder materializar los besos que a diario viajan por el aire de uno a otro balcón.
Suelo comprar el pan, que dejo encargado de un día para otro, alrededor de las 11 de la mañana.
Llevo días tropezándome con ella al cruzar el parque camino de la panadería. Tendrá unos 16 años, la veo risueña, más pendiente del móvil que del precioso sabueso que saca a pasear.
Comprando el pan coincido con él, un mocetón de edad similar, curiosamente igual de risueño y más pendiente de su teléfono que de atender a Sonia, la panadera.
_ Lucas, aquí tienes el pan, ¡que no te enteras!…estos jóvenes, siempre enganchados al teléfono, me comenta Sonia cuando llega mi turno.
Sonrío para mis adentros porque desde hace unos días soy conocedora de su secreto y del porqué de sus caras risueñas. Es ya la tercera vez que de regreso a casa, alrededor de las 11:30, me los encuentro en el rincón del parque favorito de las parejas comiéndose a besos.
Y es que… ¿quién puede ponerle vallas al amor, si no entiende de cuarentenas?
Lunes, el despertador suena como siempre a las 7:00
Lo primero desayunar, porque si no desayuna no es persona. Un café con leche y tres tostadas con mermelada mientras revisa la agenda.
Ducha rápida antes de afeitarse, se viste mecánicamente mientras su mente planifica la jornada.
_ Cariño, se puede saber adónde vas?
Así que no había sido un mal sueño… era lunes sí, pero tocaba quedarse en casa al menos durante 15 días.
Abrió los brazos y a tres metros de distancia, dijo: “feliz cumpleaños tesoro”
Abrió los brazos y a tres metros de distancia, dijo: “gracias abuela”
Ante la imposibilidad de abrazarse… se abrazaron a ellos mismos.
Volaron besos por el aire, y la vela de la tarta se apagó con un golpe de abanico.
Sabía que se enfrentaba a una misión peligrosa, pero estaba preparado física y psicológicamente. Además, el bienestar de su familia estaba por encima de todo, tenía que asumir el riesgo por ellos, sin vacilar.
Ya no había vuelta atrás, su mujer y sus dos hijos pequeños aguardaban con el corazón encogido el momento de su partida.
_ Cariño, por favor, ten mucho cuidado, susurró ella con voz temblorosa.
_ Papá vuelve pronto, gimoteó su pequeña con ojos llorosos.
Se despidió de ellos intentando esbozar una sonrisa tranquilizadora al tiempo que les lanzaba los últimos besos. Respiró hondo, apretó los puños y salió a la calle desierta, caminando resuelto hacia su objetivo.
Regresó a casa cuatro horas más tarde. Agotado, maltrecho, con señales visibles de la feroz batalla pero con una sonrisa victoriosa en la cara. Lo había conseguido… traía bajo el brazo 24 rollos del mejor papel higiénico del supermercado.
El cierre inmediato de fronteras les había pillado separados por casi 800 km.
Y aunque hablaban y se veían a diario, nunca antes habían sentido con tanta intensidad el deseo urgente de abrazarse.
Ambos eran de vivir el presente, solventar los problemas a medida que surgían, tomarse las cosas con humor, fluir y hacer planes a muy corto plazo.
Se conocían bien, a veces les bastaba una simple mirada para entenderse, muchas “batallas” libradas y muchas conversaciones en torno a un café habían reforzado la confianza mutua.
El nuevo escenario obligaba a un prolongado paréntesis, por eso se despidieron con un abrazo más intenso que de costumbre.
_ Cuídate hermano, te voy a echar de menos.
El protocolo de cuarentena se activaría al día siguiente.
Querido espello, outra vez empurrándome ao medo, á fame, á asfixia, ao silencio.
Querido espello, outra vez condenando o meu peito, o corpo, a pel, os segredos.
Xa é o momento, chegou a hora, troncemos os armarios para transgredir a historia!
Xa é o momento, chegou o día troncemos os espellos, carraxe e valentía!
Morra o conto xa!
Aprendemos a espirnos rachando as ataduras para podernos vestir con sorrisos e engurras.
Aprendemos a espirnos rexeitando as proporcións. Este conto remata. Únete á celebración!
Maldito espello, que agochabas as portas do inferno, agora acabamos cos demos.
Morra o conto xa!
Maldito espello, xa tronzado acabouse o misterio, só quedan os vidros dun tempo.
Morra o conto xa!
Esa historia pide terra, morra o conto xa! Contáronnos mentiras, non nos deixan bailar. A Rosa, a Maruxa, son anos cavando. A nosa árbore medra sa!
Querido espejo, otra vez empujándome al miedo, al hambre, a la asfixia, al silencio.
Querido espejo, otra vez condenando mi pecho, el cuerpo, la piel, los secretos.
¡Ya es el momento, llegó la hora, rompamos los armarios para transgredir la historia!
¡Ya es el momento, llegó el día, rompamos los espejos, coraje y valentía!
¡Muera el cuento ya!
Aprendemos a desnudarnos rompiendo las ataduras, para podernos vestir con sonrisas y arrugas.
Aprendemos a desnudarnos rechazando las proporciones, este cuento termina, ¡únete a la celebración!
Maldito espejo, que escondías las puertas del infierno, ahora acabamos con los demonios.
¡Muera el cuento ya!
Maldito espejo, ya roto se acabó el misterio, solo quedan los vidrios de un tiempo.
¡Muera el cuento ya!
¡Esta historia pide tierra, muera el cuento ya! nos contaron mentiras, no nos dejan bailar. A Rosa, a Maruxa, son años cavando. ¡Nuestro árbol crece sano!
Letra inspirada en el poema “O talle 50”, de Andrea Nunes Brións, recogido en “Todas as mulleres que fun”
Iba siempre hecho un pincel, con la raya de los pantalones perfectamente planchada, aunque él nunca tuvo una plancha en sus manos… ya se ocupaba ella.
Como por arte de magia su ropa aparecía preparada cada mañana sobre la silla, vestía elegante pero jamás se compró ni un triste calzoncillo… ya se ocupaba ella.
Los zapatos siempre perfectamente lustrados… naturalmente gracias a ella.
Era de paladar exigente, siempre a mesa puesta, nunca tuvo necesidad de freírse un huevo o abrir una lata de sardinas… para eso estaba ella.
El ritual venía repitiéndose a diario desde hacía más de medio siglo. Después de comer ella le servía su café, en vaso, con una gotita de leche y dos cucharadas de azúcar. He visto a lo largo de los años esas manos, ahora más torpes y arrugadas, servir sumisas ese café.
No sé si habrá sido por mi insistencia, pero me han dado ganas de levantarme y aplaudirla cuando el domingo la escuché dirigirse a él y decirle: “y a partir de hoy, el azúcar te lo sirves tú”.