Un 8 de marzo esperanzador

Iba siempre hecho un pincel, con la raya de los pantalones perfectamente planchada, aunque él nunca tuvo una plancha en sus manos… ya se ocupaba ella.

Como por arte de magia su ropa aparecía preparada cada mañana sobre la silla, vestía elegante pero jamás se compró ni un triste calzoncillo… ya se ocupaba ella.

Los zapatos siempre perfectamente lustrados… naturalmente gracias a ella.

Era de paladar exigente, siempre a mesa puesta, nunca tuvo necesidad de freírse un huevo o abrir una lata de sardinas… para eso estaba ella.

El ritual venía repitiéndose a diario desde hacía más de medio siglo. Después de comer ella le servía su café, en vaso, con una gotita de leche y dos cucharadas de azúcar. He visto a lo largo de los años esas manos, ahora más torpes y arrugadas, servir sumisas ese café.

No sé si habrá sido por mi insistencia, pero me han dado ganas de levantarme y aplaudirla cuando el domingo la escuché dirigirse a él y decirle: “y a partir de hoy, el azúcar te lo sirves tú”.

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