Se llamaba Agustina y era mi pesadilla. Estábamos en la misma clase de EGB, era la típica niña grandota, algo bruta y muy traviesa. Recuerdo su melena pajiza recogida casi siempre en dos gruesas trenzas. Disfrutaba persiguiéndome al salir del cole hasta llegar a mi portal, afortunadamente yo era más rápida y casi siempre me zafaba de sus diabluras. Pero ese día me pilló desprevenida y me acorraló en la esquina del patio, durante el recreo. No contenta con tirarme de la coleta sin piedad, me dijo algo que me dolió bastante más que el tirón de pelos… Me reveló la verdadera identidad de los Reyes Magos.
Desolada y al borde de la lágrima llegué a mi casa, entré en la cocina y le pregunté a mi madre si eso era cierto. Y ella, sin prestarme demasiada atención afanada como estaba entre cazuelas, me respondió con un escueto: “sí, es cierto”. Mi madre siempre ha sido así de … prosaica.
Una pena honda mezclada con una rabia intensa me hicieron salir de nuevo a la calle, y entrar corriendo en la trastienda de la panadería situada en la acera de enfrente. Allí jugaba despreocupada mi amiga Amparito, dos años más pequeña que yo. Empezó a llorar desconsolada cuando, en un arrebato de pura maldad infantil, la hice partícipe de “la gran revelación”. A los lloros desbordados de Amparito acudió la panadera, su madre, que al enterarse de mi tropelía me echó de la trastienda de muy malos modos y con la amenaza de “chivarse” a la mía.
Me sentí muy desgraciada. La bronca de la panadera, la crueldad de Agustina, la escasa empatía de mi madre, y la pena que sentí después por Amparito estaban convirtiendo aquel día frío de diciembre en un verdadero desastre. Menos mal que pronto llegó mi padre y , como siempre, todo lo arregló acurrucándome en su regazo. En el fondo siempre sospeché que él era también un Rey Mago disfrazado de papá.