Bendita inocencia…

¡Tú no sabes lo que dices!, anda, deja ya esas dichosas cartitas y ponte a dibujar o a leer tebeos… ¡Pero habrase visto la mocosa esta!

Tendría yo unos seis o siete años cuando, entre el montón de regalos que habían traído los Reyes esa noche, descubrí un pequeño paquete envuelto en papel de colorines. Al abrirlo encontré una cajita que contenía una baraja de cartas que me parecieron una auténtica preciosidad, la baraja de cartas “Familias de siete países”. Mi padre trató de explicarme la mecánica del juego en cuestión, pero desistió al poco dada mi falta de interés por aprenderla. A mí lo que me entusiasmaba era esparcir las cartas por distintos espacios de mi habitación e inventar historias con los personajes de esas “familias”.

Asignaba variopintos oficios a las “madres” y a los “padres”, por ejemplo: la mamá esquimal tenía una pescadería en el alfeizar de la ventana, los padres mejicanos regentaban un restaurante en la mesilla de noche, el padre chino era taxista y conducía una de mis zapatillas de andar por casa… la otra zapatilla era la consulta del padre bantú, médico eminentísimo. La madre india (para mí la más guapa) era modelo, bailarina, actriz y muy artista, y el padre árabe un señor de negocios muy importante que viajaba siempre en el taxi del padre chino.

A los “abuelos y abuelas” los acomodaba en la silla junto a la ventana para que tomasen el sol y se contasen batallitas, y a los “hijos e hijas” los colocaba ordenaditos sobre la cama (que en mi imaginación yo convertía en escuela) bajo la supervisión de la madre tirolesa, la “profe”. Llevaba conmigo la baraja a todas partes y me pasaba horas enteras jugando a inventar la vida cotidiana de cada una de esas familias.

Aquel día a mi padre casi le da un soponcio y a mi madre le dio la risa cuando estábamos terminando de comer en la cocina y yo anuncié, bendita inocencia, que cuando fuese mayor iba a tener siete hijos: uno esquimal, uno árabe, uno chino, uno bantú, uno mejicano, uno indio y uno tirolés.

¡Tú no sabes lo que dices!, anda, deja ya esas dichosas cartitas y ponte a dibujar o a leer tebeos… ¡Pero habrase visto la mocosa esta!

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El abrigo del Rey

A mi padre normalmente la noche de reyes le tocaba trabajar. Era vigilante nocturno en la central térmica de la Complutense, así que después de cenar temprano me daba un beso, se ponía su abrigo gris y se marchaba prometiéndome que saludaría de mi parte a Melchor, Gaspar y Baltasar cuando se encontrasen en plena faena. Ya os conté que mi padre siempre tuvo un trato muy cercano con sus majestades. Es más, yo estaba convencida que las únicas personas del mundo que trabajaban la noche del 5 al 6 de enero eran los tres Reyes Magos y mi padre, y eso me hacía sentir muy orgullosa… Bendita inocencia.

El caso es que siempre nos tocaba a mi madre y a mí encargarnos del habitual protocolo de bienvenida para magos y camellos. Acercábamos una mesita baja al árbol de Navidad, poníamos en el centro un mantelito bordado por ella a punto de cruz, sobre él un plato verde de Duralex con polvorones, trocitos de turrón blando y peladillas, y a un lado tres vasos (también de Duralex verde) llenos de leche. Y por supuesto una palangana con agua para los sufridos camellos.

Después de eso tocaba irse a la cama pero, ¿quién era capaz de dormir con tanta dosis de ilusión encima? desde luego yo no. Me pasaba las primeras horas de la noche dando vueltas inquieta en la cama, atenta al más leve ruído, aunque al final el sueño terminaba por ganarme la partida.

Sólo en una ocasión me despertó casi de madrugada el sonido de una llave abriendo la puerta de nuestra casa, unos pasos sigilosos que iban y venían del salón a la cocina, y el susurro de un par de voces que no logré identificar. Cuando los pasos se acercaron a mi habitación me quedé muy quieta bajo las mantas, aguantando la respiración y notando el corazón al galope, haciéndome la dormida para no quedarme sin regalos. Pero la curiosidad pudo conmigo y medio abrí un ojo justo cuando mi rey preferido, Melchor, desaparecía por la rendija de la puerta… Juraría que en lugar de capa llevaba puesto un abrigo gris pero ese era un detalle que, para una niña ilusionada, carecía de importancia.

El triciclo rojo

Era muy pequeña cuando los Reyes Magos me trajeron el triciclo, pero recuerdo nítidamente algunos detalles de aquel día como que salí disparada de la cama y corrí descalza por el pasillo como era mi costumbre, hasta llegar al cuarto de estar donde esperaban los regalos que sus majestades habían dejado apenas unas horas antes.

Tenía un asiento rojo brillante, los pedales y los extremos del manillar también rojos, y era de metal reluciente. Mucho debí insistir para que, aquella tarde soleada y fría de enero, mi padre accediera a bajar conmigo a la calle para estrenarlo. Vivíamos en el barrio de Carabanchel, en la calle San Pantaleón, el número tres si la memoria no me falla. Delante de nuestro edificio había una enorme explanada de tierra aún sin urbanizar, con cuatro árboles raquíticos, donde solíamos jugar los niños del vecindario.

¡Estaba tan feliz con mi triciclo!

Al principio no dominaba demasiado bien los pedales, así que avanzaba impulsándome directamente con los pies y debía hacerlo con bastante rapidez, porque recuerdo a mi padre corriendo detrás de mí, frenándome a cada rato y pidiéndome que tuviese cuidado para no acabar estrellándome contra aquel suelo de arena y piedras.

Aquel triciclo me duró un par de años, hasta que de nuevo los Reyes me trajeron una preciosa BH de color azul con la que volaba por el descampado para disgusto de mi padre, que maldecía en arameo cada vez que me veía llegar a casa con las piernas llenas de raspones y cardenales.

Años más tarde, por fin tuve mi primera bici “seria” con la que hice kilómetros y kilómetros por la Casa de Campo, como el día que llegué hasta el pueblo de Húmera y regresé a casa agotada, pero muy feliz.

Hace años que no me subo a una bici, Vigo no es precisamente una ciudad que se preste al pedaleo.

Supongo que esta noche muchos triciclos y bicicletas, envueltos en papel de regalo, aguardarán a ser estrenados mañana por piececitos inquietos.

¡Feliz día de Reyes para tod@s! 👑👑👑🚲🎁🛴

P.D. Gracias a Javier Luque por su interés en leerme y por sus acertadas y estimulantes correcciones.

A mi casa los Reyes Magos vienen todos los días

De todos los árboles de nuestro jardín, los favoritos de mi padre siempre fueron los naranjos.

Siendo niña, recuerdo haberle preguntado la mañana de un seis de enero, después de abrir entusiasmada todos mis regalos…

“¿Papá, y a ti que te traían los reyes cuando eras pequeño?”

Se echó a reír y luego me contó que, en aquellos tiempos, los Magos de Oriente no solían pasar por la montaña luguesa.

Mi padre fue el noveno de 12 hermanos y, según sus propias palabras, el más trasto con diferencia de todos ellos. tardó bastante en dar el “estirón”, hasta los 17 años no creció lo que debía por lo que fue un niño bajito comparado con los de su edad, pero aún así era bastante pendenciero. Si había que pelearse con los chiquillos de la aldea vecina él siempre estaba dispuesto, aunque luego tuviesen que sacarle del apuro sus hermanos más mayores.

Pero a pesar de sus continuas travesuras, sí recordaba que una vez los Reyes Magos pasaron por su casa y le dejaron bajo la almohada un precioso regalo… ¡DOS NARANJAS!

Dos deliciosas naranjas que fue saboreando gajo a gajo como el mayor de los manjares en los días siguientes. Nunca antes había comido nada tan sabroso.

Pero eso fue antes de que a su padre un “cólico miserere” (peritonitis) se lo llevase al otro mundo, estallase la guerra civil, y mi pobre abuela se quedase viuda con dos hijos combatiendo en el frente, otro emigrado en Argentina, y haciendo milagros para sacar adelante al resto.

Aquel niño travieso no volvió a recibir regalos de reyes, tal vez por eso siempre procuró que a su adorada hijita nunca le faltasen.

Todas las mañanas me preparo un vaso grande de zumo de naranja antes de desayunar y pienso en mi padre… por eso digo que “a mi casa los Reyes Magos vienen todos los días”.

(En la foto, del año 1993, mi padre y mi hijo pequeño comparten una naranja del jardín).

Noche de Reyes

Mi padre siempre tuvo un trato muy cercano y amistoso con sus majestades, los Reyes Magos de Oriente, debía ser porque su trabajo por las mañanas le tenía recorriendo Madrid de un lado a otro y coincidían con frecuencia cuando ellos visitaban la ciudad.

Le gustaba mucho alardear ante mí de esos encuentros y a menudo me hablaba de ellos. Desde principios de diciembre, al llegar a casa al mediodía, muchas veces me sentaba en sus rodillas y me preguntaba: “¿sabes a quién he visto hoy?”

A mí se me abrían los ojos como platos mientras él me relataba su encuentro con Melchor en la calle Fuencarral, o las charlas con Baltasar mientras ambos aguardaban para hacer transbordo en la línea de metro de Ópera, o el café con churros que se había tomado por la mañana en Atocha con Gaspar.

Después yo le bombardeaba a preguntas acerca de si ya habían recibido mi carta, si le habían hablado de mí, si había visto también a los camellos, si estos iban muy cargados…

Nuestra ilusionante conversación solía interrumpirse cuando mamá anunciaba desde la cocina que la mesa estaba puesta y la comida servida en los platos, que nos dejásemos de cháchara e hiciésemos el favor de sentarnos de una santa vez antes de que se enfriase el guiso y luego no estuviese tan rico.

Entonces yo comenzaba a comer con mi desgana habitual, moviéndome inquieta en la silla, mientras por mi cabecita bullía todo un desfile de regalos, camellos, magos y sorpresas…

Por aquel entonces, los niños no conocíamos aún al señor gordito vestido de rojo que dice “ho, ho, ho”, y la noche del cinco de enero era, sin duda, la más especial y mágica de todo el año.

Os deseo a todos una noche de Reyes muy feliz.

Mañana de Reyes

Recuerdo perfectamente que esa mañana me desperté muy temprano. Salté de la cama y corrí descalza por el pasillo, abrí la puerta de la sala, encendí la luz y me puse a dar saltitos de puro nerviosismo.

Aquel año (no sé porqué) los Reyes habían sido especialmente generosos, y tenía ante mí un montón de paquetes envueltos en papel de regalo y una carta firmada por Melchor, Gaspar y Baltasar, escrita con una preciosa caligrafía.
Naturalmente dejé de lado la carta y me fui derechita a por el paquete más grande.

Mi padre apareció por la puerta llevando mis zapatillas en la mano: “ven aquí que te calzo, que el suelo está frío y aún vas a pillar una pulmonía”. Yo seguía “peleándome” con la caja grande mientras él me encasquetaba las zapatillas y mi madre trataba de ponerme, sin éxito, la bata.
Finalmente la caja se abrió y apareció ella… Cristina… ¡la muñeca más bonita del mundo! con su pelo largo y rubio, su gran lazo, y sus zapatitos de charol

 Comparada con mis otras muñecas era muy alta, puesta de pié me llegaba más arriba de la cintura. Mi madre preguntó entonces: “¿te gusta? es tan grande que podemos vestirla con tu ropa de cuando eras pequeña” y me entregó entonces un cestillo con patucos, un babero de ganchillo, una chaquetita blanca tejida a mano, y aquel precioso vestidito que mi madrina, una maravillosa modista, me había confeccionado años atrás con un retal de color rosa pálido y sobre el que mi madre había bordado con esmero unos cuantos diminutos pajaritos blancos.

Todo eso dibujó en mi cara la más entusiasta de las sonrisas y otra vez me puse a dar saltitos de puro nerviosismo, mientras achuchaba esta vez a Cristina y mi madre me leía, con infinita paciencia, la carta de Sus Majestades.

Sin duda ese fue un día de Reyes emocionante e inolvidable.
Por cierto… aún conservo el vestidito rosa pálido salpicado de diminutos pajaritos blancos. Y sí… mi madre sigue teniendo una preciosa caligrafía.

La verdadera identidad de los Reyes Magos

Se llamaba Agustina y era mi pesadilla. Estábamos en la misma clase de EGB, era la típica niña grandota, algo bruta y muy traviesa. Recuerdo su melena pajiza recogida casi siempre en dos gruesas trenzas. Disfrutaba persiguiéndome al salir del cole hasta llegar a mi portal, afortunadamente yo era más rápida y casi siempre me zafaba de sus diabluras. Pero ese día me pilló desprevenida y me acorraló en la esquina del patio, durante el recreo. No contenta con tirarme de la coleta sin piedad, me dijo algo que me dolió bastante más que el tirón de pelos… Me reveló la verdadera identidad de los Reyes Magos.

Desolada y al borde de la lágrima llegué a mi casa, entré en la cocina y le pregunté a mi madre si eso era cierto. Y ella, sin prestarme demasiada atención afanada como estaba entre cazuelas, me respondió con un escueto: “sí, es cierto”. Mi madre siempre ha sido así de … prosaica.

Una pena honda mezclada con una rabia intensa me hicieron salir de nuevo a la calle, y entrar corriendo en la trastienda de la panadería situada en la acera de enfrente. Allí jugaba despreocupada mi amiga Amparito, dos años más pequeña que yo. Empezó a llorar desconsolada cuando, en un arrebato de pura maldad infantil, la hice partícipe de “la gran revelación”. A los lloros desbordados de Amparito acudió la panadera, su madre, que al enterarse de mi tropelía me echó de la trastienda de muy malos modos y con la amenaza de “chivarse” a la mía.

Me sentí muy desgraciada. La bronca de la panadera, la crueldad de Agustina, la escasa empatía de mi madre, y la pena que sentí después por Amparito estaban convirtiendo aquel día frío de diciembre en un verdadero desastre. Menos mal que pronto llegó mi padre y , como siempre, todo lo arregló acurrucándome en su regazo. En el fondo siempre sospeché que él era también un Rey Mago disfrazado de papá.