Mi padre siempre tuvo un trato muy cercano y amistoso con sus majestades, los Reyes Magos de Oriente, debía ser porque su trabajo por las mañanas le tenía recorriendo Madrid de un lado a otro y coincidían con frecuencia cuando ellos visitaban la ciudad.
Le gustaba mucho alardear ante mí de esos encuentros y a menudo me hablaba de ellos. Desde principios de diciembre, al llegar a casa al mediodía, muchas veces me sentaba en sus rodillas y me preguntaba: “¿sabes a quién he visto hoy?”
A mí se me abrían los ojos como platos mientras él me relataba su encuentro con Melchor en la calle Fuencarral, o las charlas con Baltasar mientras ambos aguardaban para hacer transbordo en la línea de metro de Ópera, o el café con churros que se había tomado por la mañana en Atocha con Gaspar.
Después yo le bombardeaba a preguntas acerca de si ya habían recibido mi carta, si le habían hablado de mí, si había visto también a los camellos, si estos iban muy cargados…
Nuestra ilusionante conversación solía interrumpirse cuando mamá anunciaba desde la cocina que la mesa estaba puesta y la comida servida en los platos, que nos dejásemos de cháchara e hiciésemos el favor de sentarnos de una santa vez antes de que se enfriase el guiso y luego no estuviese tan rico.
Entonces yo comenzaba a comer con mi desgana habitual, moviéndome inquieta en la silla, mientras por mi cabecita bullía todo un desfile de regalos, camellos, magos y sorpresas…
Por aquel entonces, los niños no conocíamos aún al señor gordito vestido de rojo que dice “ho, ho, ho”, y la noche del cinco de enero era, sin duda, la más especial y mágica de todo el año.
Os deseo a todos una noche de Reyes muy feliz.