Anda estos días la tristeza queriendo instalarse en nuestra casa. La muy descarada intenta importunar especialmente a los mayores. La veo acompasando el caminar lento y vacilante, trepando luego por el bastón, para pasearse después por los surcos que la vejez ha trazado en esas manos un poco temblorosas. Desde allí pega un brinco y se columpia en los ojos húmedos festoneados de arrugas y allí se queda prendida.
Yo acudo para intentar espantarla pero… ¿cómo explicarle lo extraño que se ha vuelto el mundo de repente, a una persona que te cuenta que aún en medio de una terrible guerra él, siendo un niño, pudo velar el cuerpo de su padre rodeado de sus hermanos, de su madre y de sus vecinos? y es que ahora no acierta a comprender por qué su hermana se ha ido sola de este mundo, sin la despedida de los suyos, sin una triste flor sobre su lápida, sin una ceremonia digna y solemne, “como dios manda” apostilla…
La tristeza y yo nos llevamos mal, somos enemigas confesas, presta estoy siempre a combatirla, pero esta mañana he dejado que me ganase la partida. Me rendí nada más levantarme de la cama, dejé que se metiera bajo la ducha conmigo y me hizo llorar desconsoladamente. Me fustigó también durante el desayuno poniéndome un nudo en la garganta, luego se acomodó en mi cabeza como una losa pesada.
Pero solo la dejé ganar el primer asalto. Apareció el sol y fui a sentarme un rato al jardín, escuchando la algarabía de los pájaros volando alrededor del nogal. Uno de ellos, en su continuo ir y venir de vuelos cortos, de vez en cuando se posaba cerca y me observaba curioso esponjando sus plumitas verdes. He vuelto a entrar en casa, animada a meterme entre fogones.
Al final, una ducha larga, un rato al sol y un pajarillo de plumitas verdes han ayudado bastante a sacudirme de encima la tristeza de esta mañana. Y es que la vida, a pesar de todo, sigue siendo un hermoso regalo si uno sabe ser agradecido.